Trátame bien y volveré. Hazme sentir especial y volveré. Cuídame y volveré. Escúchame y volveré. Hazme saber que te importo y volveré. Sonríeme mientras me miras a los ojos y volveré. Hazme sentir que mi presencia no sólo no te incomoda sino que parece que te hace ilusión y volveré.

Esto, que podría parecer una carta de amor, no lo es. Son todas las sensaciones y pensamientos que tengo cada vez que me cruzo con alguien que, desde su puesto de trabajo, sabe lo importante que es el cliente.

Hace unos días viajé a Barcelona para impartir un taller de lenguaje corporal a una importante empresa. La jornada fue estupendamente, las asistentes totalmente entregadas, participativas y, para más inri, encantadoras. Y yo, inflada como un globo de la emoción, tanto, que si me sueltan, salgo volando. Bueno, que me lío.

Al terminar la formación  y dejar atrás, sin duda, una de las oficinas con mejores vistas de Barcelona, paré un taxi para que me llevara a la estación de Sants. Tocaba volver a casa. Aunque bien me hubiera quedado danzando cual peonza por la ciudad condal ¡con el buen tiempito que hacía! El taxista fue todo un despliegue de amabilidad. Su mochila de herramientas de comunicación la llevaba rebosante de las mejores del mercado. De esas personas que dices  «Eres un PROFESIONAL como la copa de un pino. Y si viniera a Barcelona mil veces más, querría que me llevaras tú».

Ese perfil de persona que sabe cómo cuidar a un cliente, que sabe que no basta con llevarme sana y salva a mi destino, sino que quiere que mi experiencia en su taxi sea la mejor posible. Incluso en un trayecto de menos de 5 minutos como fue el mío.

Al bajarme del taxi más contenta que unas castañuelas por haberme topado con un profesional así, me percaté de que llevaba unas ocho horas sin probar bocado y mis tripas habían empezado a dar el do de pecho. ¡Hora de comer! Como llevaba tiempo suficiente, opté por un menú con su primer y segundo plato y por supuesto…. con el postre ¡que no falte! Una macedonia, pero postre al fin y al cabo.

Al entrar en la cafetería me quedé un poco desorientada al ver la multitud de opciones de menús y comidas (supongo que haberme levantado a las 4 de la mañana, haber impartido formación y no contar con un ápice de alimento en mi ser, tuvieron que ver con mi estado de aturdimiento). Así que me lancé a la vía fácil, ¡¡que me lo cuente un empleado/a!! «La víctima» a la que decidí abordar con una sonrisa y con la frase «¿esto cómo funciona?», dejó de secar los platos y como si no tuviera otra cosa mejor que hacer, comenzó a explicármelo con una amabilidad tan generosa, que la recibí como un regalo.

No contento con eso, me llevó por todas las secciones preguntándome qué deseaba para después ir poniéndomelo él mismo en  mi bandeja. Vamos, lo que viene siendo servicio a domicilio (servicio «en bandeja», en este caso).

Esos son los profesionales que te hacen repetir, que dices «Ole, tú sí que sabes tratar a la gente». ¿Me equivoco si digo que a todos nos gusta que nos traten bien, que nos hagan sentir especiales? Las personas que saben hacerlo son las que consiguen al cliente. El resto, quédense en casa señores, porque un buen producto o servicio no es suficiente. Nos importa quién está al otro lado, quién lo vende. Si no me tratas como me merezco, ya puedes tener el mejor producto, que me iré. Afortunadamente la oferta hoy en día es infinita.

Humanicemos los negocios. Hagamos por quedar en la memoria de las personas con las que trabajamos o para las que trabajamos. Y que nos recuerden, como alguien dijo alguna vez, por cómo les hicimos sentir.

 ¡Gracias a estos dos grandísimos profesionales por la lección magistral acerca de cómo tratar al cliente! Ojalá no fueran la excepción.

Marina Estacio

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